“La vida y la muerte de todo en este mundo tienen un principio y un fin, pues se trata de un ciclo interminable”.
Así describió una vez el soberano de los árboles el ciclo infinito de la vida.
Los fallecidos tomarán prestados otros cuerpos para reencarnarse.
Lo podrido dará lugar a brotes jóvenes y puros.
Los frutos que caen al suelo se convertirán en alimento para las bestias.
Y las bestias volverán a fundirse con la tierra para convertirse en nuevos frutos.
El bosque siempre está lleno de vida.
Cuenta la leyenda que, a fin de crear un frondoso bosque en medio del desierto, el dios de los bosques construyó en las profundidades
de la tierra un mecanismo para invocar a la lluvia.
Entonces, la luna proyectó sobre el agua unos haces de luz que crearon un laberinto.
Y así fue como nació el tigre.
Las rayas del tigre tenían tantas variaciones como caminos hay entre los árboles de un bosque.
De ese modo, el tigre se convirtió en el Rey del Laberinto y recibió el nombre de “Viagara”.
El bendecido Rey del Bosque paseaba orgulloso por su jardín imperial.
Gobernaba sobre la vida y se apoyaba en las aves y las bestias.
Tiempo después, las semillas de las granadas cayeron al suelo y dieron lugar a los pequeños seres del bosque.
El Rey del Bosque los bendijo bajo el primer árbol vasara e hizo un pacto con los sacerdotes.
Prometió compartir el laberinto con aquellos pequeños seres y ordenó a las bestias no lastimarlos.
Aunque la luz del sol fue una vez eclipsada y el agua, corrompida,
el último Rey del Bosque dio su vida para defender los jardines.
Entonces, un gran felino de melena larga heredó el título de rey,
y, tomando su forma, vigiló a las bestias del bosque.
Aunque tanto su grandiosidad como su poder no eran nada comparado con los del rey, mantuvo el pacto que hizo con él y
protegió el bosque durante mucho tiempo.
Además, nunca intentó siquiera lastimar a los seres protectores de la espesura.
Así pues, aunque el eternamente cambiante laberinto estaba ya
muerto, la vida siguió rebosando en el bosque.